jueves, 8 de diciembre de 2011

TEXTOS REPRESENTATIVOS DEL SIGLO XVIII

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Textos representativos de la ideología del siglo XVIII
·         Enciclopedia: Artículo PAZ, redactado por Diderot
La guerra es un fruto de la perversión de los hombres; es una enfermedad compulsiva y violenta del cuerpo político; éste no está sano, es decir, en su estado natural, más que cuando goza de la paz, que es la que da vigor a los imperios; la paz mantiene el orden entre los ciudadanos; ella confía a las leyes la fuerza que les es necesaria; favorece a la población, la agricultura y el comercio; en resumen, la paz proporciona al pueblo el bienestar, que es el fin  de toda organización social. La guerra, por el contrario, despuebla los Estados, hace reinar en ellos el desorden; las leyes son forzadas al silencio a causa del libertinaje que introduce; la guerra vuelve inseguras la libertad y la propiedad de los ciudadanos ; perturba y deja en el abandono el comercio; las tierras acaban sin cultivar y sin cuidar. Nunca los triunfos más brillantes pueden compensar a una nación  de la pérdida de una multitud de sus miembros que la guerra sacrifica. Sus mismas víctimas constituyen  para la nación heridas profundas  que sólo la  paz puede curar.
Si la razón gobernase a los hombres, si ella asumiese la dirección  que le es debida de los jefes de las naciones, no se les vería  entregarse desconsideradamente a los furores de la guerra, no mostrarían ese ensañamiento que caracteriza a las bestias feroces. Atentos para conservar una tranquilidad de la que depende su bienestar, no aprovecharían todas las ocasiones de perturbar la de los otros. Satisfechos con los bienes que la Naturaleza ha distribuido a todos sus hijos, no mirarían con envidia los bienes que ella ha distribuido a otros; los reyes se darían cuenta de que las conquistas conseguidas con  la sangre de sus súbditos no valen nunca el precio que han costado. Pero por una fatalidad lamentable las naciones viven entre sí en un clima de desconfianza recíproca; ocupadas constantemente en rechazar las iniciativas injustas de las otras o en organizar las suyas, los pretextos más insignificantes les ponen las armas en sus manos. Se podría pensar que las naciones tienen una voluntad permanente de privarse de las ventajas que la Providencia o su propio mérito  les han proporcionado. Las ciegas pasiones de los príncipes les llevan a querer extender los límites de sus estados; poco preocupados del bien de sus súbditos, no buscan más que aumentar el número de los hombres que hacen infelices. Estas pasiones, alimentadas o sugeridas por ministros ambiciosos, o por militares cuya profesión es incompatible con la paz, han tenido en todas las épocas los efectos más funestos para la humanidad. La historia no deja de proporcionarnos ejemplos de tratados de paz violados, de guerras injustas y crueles, de campos devastados, de ciudades reducidas a cenizas. Sólo el agotamiento parece forzar a los príncipes a la paz. Siempre se dan cuenta demasiado tarde de que la sangre de los ciudadanos se ha mezclado a la del enemigo; esta carnicería inútil no ha servido más que para cimentar el edificio quimérico de la gloria del conquistador y de sus guerreros turbulentos; la felicidad de los pueblos es la primera víctima inmolada a su capricho o a los conocidos intereses de los cortesanos.
·         Kant: Sobre la Ilustración
¿Qué son las luces? La salida del hombre de su minoría de edad, de la que él mismo es responsable. Minoría de edad, es decir, incapacidad de servirse de su entendimiento sin la dirección de otra persona, minoría de la que él mismo es responsable, puesto que la causa de ella reside no en un defecto del entendimiento, sino en una falta de decisión y de valor para servirse de él sin la dirección de otra persona. ¡Sapere aude! Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento. He ahí, pues, el lema de las luces.
La pereza y la cobardía son las causas que explican que un número tan grande de hombres, después de que la naturaleza les ha liberado desde hace tiempo de una dirección extranjera (naturaliter maiores), permanezcan, sin embargo, de buena gana menores toda su vida, y que sea tan fácil a otros poner bajo tutela a los primeros. ¡Es tan fácil ser menor! Si tengo un libro que me hace las veces de entendimiento, un director que me hace las veces de conciencia, un médico que decide por mí sobre mi régimen, etc., no tengo necesidad verdaderamente de tener que molestarme por mí mismo. No tengo que pensar, siempre que pueda pagar; otros se encargarán de ese trabajo fastidioso. Que la gran mayoría de los hombres ( comprendiendo aquí a la totalidad del sexo débil) considere como muy peligroso ese paso adelante hacia su mayoría, además de que es una cosa penosa, es en lo que se esfuerzan todos los tutores, que muy amablemente han tomado sobre ellos el trabajo de ejercer una alta dirección sobre la humanidad. Después de haber entontecido a su ganado y haber tomado precaución cuidadosamente para que esas pacíficas criaturas no tengan el permiso de atreverse a dar el menor paso fuera del parque en que les han encerrado, les enseñan el peligro que les amenaza si intentan aventurarse solos fuera. Ahora bien, este peligro no es verdaderamente tan grande; pues acabarán aprendiendo al fin, después de algunas caídas, a marchar; pero un accidente de esta clase hace, sin embargo, tímido, y el miedo que resulta de ello aparta ordinariamente de volver a hacer la prueba.
Es, pues, difícil para cada individuo separadamente el salir de la minoría, que se ha convertido en él casi en naturaleza. Se ha complacido mucho tiempo en ello; es por el momento realmente incapaz de servirse de su propio entendimiento, porque no se le ha dejado nunca hacer la prueba. Instituciones y fórmulas, estos instrumentos mecánicos de un uso de la razón o, más bien, de un mal uso de los bienes naturales: he ahí los cascabeles que le han atado al pie de una minoría que persiste. Aunque cualquiera los rechazase, no podría dar más que un salto poco seguro por encima de los fosos más estrechos, porque no está habituado a mover sus piernas con libertad (…)
Ahora bien, para estas luces no se requiere otra cosa que la libertad; y, a decir verdad, la libertad más inofensiva de todo lo que pueda llevar este nombre, a saber, la de hacer un uso público de su razón en todos los campos. En el presente oigo gritar por todos lados: “¡no razonéis!” El oficial dice:”¡No razonéis, luchad!”.El financiero dice: ¡”No razonéis, pagad!”
El sacerdote: “¡No razonéis, creed!”.

ANTOLOGÍA DE TEXTOS DE CÁNDIDO DE VOLTAIRE

Capítulo I
Cándido es educado en un hermoso castillo, y es expulsado de él.
Había en Westfalia, en el castillo del señor barón de Thunder-ten-tronckh, un joven a quien la naturaleza había dotado con las más excelsas virtudes. Su fisonomía descubría su alma. Le llamaban Cándido, tal vez porque en él se daban la rectitud de juicio junto a la espontaneidad de carácter. Los criados de mayor antigüedad de la casa sospechaban que era hijo de la hermana del señor barón y de un honrado hidalgo de la comarca, con el que la señorita nunca quiso casarse porque solamente había podido probar setenta y un grados en su árbol genealógico: el resto de su linaje había sido devastado por el tiempo.
El señor barón era uno de los más poderosos señores de Westfalia, porque su castillo tenía ventanas y una puerta y hasta el salón tenía un tapiz de adorno. Si era necesario, todos los perros del corral se convertían en una jauría, sus caballerizos, en ojeadores, y el cura del pueblo, en capellán mayor. Todos le llamaban Monseñor, y le reían las gracias.
La señora baronesa, que pesaba alrededor de trescientas cincuenta libras, disfrutaba por ello de un gran aprecio, y, como llevaba a cabo sus labores de anfitriona con tanta dignidad, aún era más respetable. Su hija Cunegunda, de diecisiete años de edad, era una muchacha de mejillas
sonrosadas, lozana, rellenita, apetitosa. El hijo del barón era el vivo retrato de su padre. El ayo Pangloss era el oráculo de aquella casa, y el pequeño Cándido atendía sus lecciones con toda la inocencia propia de su edad y de su carácter.
Pangloss enseñaba metafísico-teólogo-cosmolonigología, demostrando brillantemente que no hay efecto sin causa y que el castillo de monseñor barón era el más majestuoso de todos los castillos, y la señora baronesa, la mejor de todas las baronesas posibles de este mundo, el mejor de todos los mundos posibles.
-Es evidente -decía- que las cosas no pueden ser de distinta manera a como son: si todo ha sido creado por un fin, necesariamente es para el mejor fin. Observen que las narices se han hecho para llevar gafas; por eso usamos gafas. Es patente que las piernas se han creado para ser calzadas, y por eso llevamos calzones. Las piedras han sido formadas para ser talladas y para construir con ellas castillos; por eso, como barón más importante de la provincia, monseñor tiene un castillo bellísimo; mientras que, como los cerdos han sido creados para ser comidos, comemos cerdo todo el año. Por consiguiente, todos aquéllos que han defendido que todo está bien han cometido un error: deberían haber dicho que todo es perfecto.
Cándido le escuchaba con atención, y se lo creía todo ingenuamente: y así, como encontraba extremadamente bella a la señorita Cunegunda, aunque nunca había osado decírselo, llegaba a la conclusión de que, después de la fortuna de haber nacido barón de Thunder-ten-tronckh, el segundo grado de felicidad era ser la señorita Cunegunda; el tercero, poderla ver todos los días; y el cuarto, ir a clase del maestro Pangloss, el mayor filósofo de la provincia, y por consiguiente de todo el mundo.
Un día en que Cunegunda paseaba cerca del castillo por un bosquecillo al que llamaban parque, vio, entre unos arbustos, que el doctor Pangloss estaba impartiendo una lección de física experimental a la doncella de su madre, una morenita muy guapa y muy dócil. Como la señorita Cunegunda tenía mucho gusto por las ciencias, observó sin rechistar los repetidos experimentos de los que fue testigo; vio con toda claridad la razón suficiente del doctor, los efectos y las causas, y regresó inquieta, pensativa y con el único deseo de ser sabia, ocurriéndosele que a lo mejor podría ser ella la razón suficiente del joven Cándido, y éste la razón suficiente de ella misma.
Cuando volvía al castillo, se encontró con Cándido y se ruborizó, Cándido también se puso colorado, ella le saludó con voz entrecortada y Cándido le contestó sin saber muy bien lo que decía. Al día siguiente, después de la cena, cuando se levantaban de la mesa, Cunegunda y Cándido se toparon detrás de un biombo; Cunegunda dejó caer el pañuelo al suelo y Cándido lo recogió; al entregárselo, ella le cogió inocentemente la mano; el joven a su vez besó inocentemente la mano de la joven con un ímpetu, una sensibilidad y una gracia tan especial que sus bocas se juntaron, los ojos ardieron, las rodillas temblaron y las manos se extraviaron. El señor barón de Thunder-ten-trockh acertó a pasar cerca del biombo, y, al ver aquella causa y aquel efecto, echó a Cándido del castillo a patadas en el trasero; Cunegunda se desmayó, pero, en cuanto volvió en sí, la señora baronesa la abofeteó; y sólo hubo aflicción en el más bello y más agradable de los castillos posibles.

Capítulo II
Cándido y los búlgaros.
Tras ser arrojado del paraíso terrenal, Cándido anduvo mucho tiempo sin saber adónde ir, llorando y alzando los ojos al cielo, volviéndolos a menudo hacia el más hermoso de los castillos, que albergaba a la más hermosa de las baronesitas; por fin, se durmió sin cenar en un surco en medio del campo; nevaba copiosamente. Al día siguiente, temblando de frío, llegó a rastras hasta la ciudad vecina, que se llamaba Valdberghofftrarbk-dikdorff, sin dinero, muerto de hambre y de cansancio. Se paró con tristeza ante la puerta de una taberna. Dos hombres vestidos con uniforme azul repararon en él:
-Camarada-dijo uno de ellos-, he aquí un joven bien parecido y con la estatura apropiada.
Se aproximaron a Cándido y le invitaron a cenar muy educadamente.
-Señores -les contestó Cándido con humildad aunque amablemente-, es un honor para mí, pero no puedo pagar mi parte.
Ah, señor-respondió uno de los de azul-, las personas que tienen su aspecto y sus virtudes nunca pagan nada: ¿no mide usted cinco pies con cinco pulgadas de altura?
-Sí, señores, ésa es mi estatura -contestó con una inclinación.
-Ah, señor, sentaos a la mesa; no solamente le vamos a invitar, sino que no vamos a consentir que a un hombre como usted le falte dinero; todos los hombres deben ayudarse entre sí.
-Tenéis razón -dijo Cándido-; eso es lo que siempre afirmaba el señor Pangloss, y ya veo que todo es perfecto.
Le suplican que acepte unas monedas, las coge y quiere extenderles un recibo a cambio; ellos no lo aceptan en absoluto y se sientan a comer.
-¿No siente usted afecto por...?
-¡Oh!, sí -contesta-, estoy muy enamorado de la señorita Cunegunda.
-No, no es eso -dice uno de aquellos señores-, queremos decir si no siente un particular afecto por el rey de los búlgaros.
-En absoluto -dice-, no lo conozco.
-¡Cómo! Es el rey más encantador, y hay que brindar por él.
-¡Eso con mucho gusto, caballeros! 
-Y bebe.
-Con esto basta -le dicen a continuación ahora ahora es usted el apoyo, el protector, el defensor, el héroe de los búlgaros; su suerte está echada, y su gloria asegurada.
Rápidamente le colocan grilletes en los pies y se lo llevan al regimiento. Allí le hacen girar a la derecha, a la izquierda, sacar la baqueta, envainarla, apuntar con la rodilla en tierra, disparar, ir a paso doble, y le dan treinta bastonazos; al día siguiente, hace la instrucción un poco mejor, y tan sólo recibe veinte palos; al otro día no le dan más que diez y sus compañeros le consideran un portento.
Cándido, sorprendido, no entendía muy bien por qué era un héroe. Un espléndido día de primavera le apeteció ir a pasear y fue caminando todo derecho, creyendo que el uso de las piernas al antojo de cada uno era un privilegio tanto de la especie humana como de la animal. No habría andado ni dos leguas cuando otros cuatro héroes de seis pies le alcanzan, lo apresan y lo arrestan. Se le preguntó reglamentariamente si prefería ser azotado treinta y seis veces por todo el regimiento o recibir doce balas de plomo en la cabeza. Por más que alegara que las voluntades son libres, y que no quería ni una cosa ni otra, tuvo que elegir: en nombre de ese don de Dios llamado "libertad", se decidió por pasar treinta y seis veces por los palos; y pasó dos veces. Como el regimiento lo componían dos mil hombres, en total sumaban cuatro mil baquetazos que, desde la nuca al culo, le dejaron completamente desollado. Cuando iban a empezar la tercera carrera, Cándido, como no podía ya más, les suplicó que tuvieran la bondad de romperle la cabeza y accedieron a ello. Le vendaron los ojos; le hincaron de rodillas. En ese mismo momento acierta a pasar el rey de los búlgaros, que se informa del delito del doliente y, como aquel rey era muy inteligente, comprendió, por todo lo que dijeron de Cándido, que era un joven metafísico que ignoraba las cosas de este mundo, y le otorgó su perdón con una clemencia que será alabada por todos los periódicos y por todos los siglos. Un buen cirujano curó a Cándido en tres semanas con los calmantes prescritos por Discórido. Ya le había crecido un poco de piel, y podía caminar, cuando el rey de los búlgaros emprendió batalla contra el rey de los ábaros.

Capítulo III
Cándido huye de los búlgaros, y lo que le
sucede después
No había nada en el mundo más bello, más ágil, más brillante, más bien organizado que aquellos dos ejércitos. Las trompetas, pífanos, oboes, tambores, cañones formaban tal armonía que ni en el infierno existiera cosa igual. En primer lugar la artillería abatió casi seis mil hombres de cada bando; a continuación los arcabuceros hicieron desaparecer del mejor de los mundos, cuya superficie infectaban, a unos nueve o diez mil bellacos. La bayoneta fue también causa suficiente de la muerte de algunos miles de hombres. Entre todos sumarían unas treinta mil almas. Cándido, que temblaba como una hoja, se escondió como pudo durante esta heroica carnicería.
Al finalizar la contienda y mientras cada uno de los reyes mandaba cantar a los suyos unos Te Deum en acción de gracias, decidió partir hacia otro sitio en el que pudiera razonar sobre efectos y causas.. Saltó por encima de montones de muertos y moribundos, y se dirigió en primer lugar a un pueblo cercano que encontró reducido a cenizas: era un pueblo ábaro que había sido quemado por los búlgaros, de acuerdo con las leyes del derecho público. Por aquí ancianos maltrechos veían morir a sus mujeres degolladas, que apretaban a sus hijos contra sus pechos ensangrentados; por allá muchachas con las tripas al aire, tras haber satisfecho las necesidades naturales de algunos héroes, exhalaban el último suspiro; otras, a medio quemar, chillaban pidiendo que acabaran con ellas. Por el suelo estaban esparcidos sesos mezclados con brazos y piernas amputados.
Cándido huyó a todo correr a otro pueblo: pertenecía a los búlgaros, y los héroes ábaros lo habían tratado de la misma manera. Cándido, avanzando también sobre miembros aún con vida, o a través de ruinas, llegó por fin a territorio sin guerra, con pocas provisiones en el zurrón; y sin olvidar a la señorita Cunegunda. Al llegar a Holanda, los alimentos se le habían acabado, pero, como había oído decir que allí todo el mundo era rico y que además eran cristianos, pensó quesería tratado tan bien como en el castillo del señor barón, antes de que le echaran de él por culpa de los bellos ojos de la señorita Cunegunda.
Pidió limosna a varios personajes importantes y todos le contestaron que, si continuaba ejerciendo aquel oficio, lo encerrarían en un correccional para que aprendiera a ganarse la vida.
A continuación se acercó a un hombre que había disertado sobre la caridad durante una hora seguida en una gran asamblea en la que nadie le había interrumpido. El orador le dice con mala cara:
-¿A qué viene aquí? ¿Está del lado de la buena causa?
-No hay efecto sin causa -contestó humildemente Cándido-; todo está encadenado necesariamente y dispuesto de la mejor manera posible. Ha sido necesario que me echaran del lado de la señorita Cunegunda, que me pegaran, y que tenga que pedir pan hasta que pueda ganármelo; necesariamente todo esto no podría haber sido de otra manera.
-Amigo -le replicó el orador-, ¿creéis que el papa es el Anticristo?
-Es la primera vez que lo oigo -contestó Cándido-; pero tanto si lo es como si no, yo no tengo ni un mendrugo de pan que comer.
-No mereces comerlo -dijo el otro-; vete de aquí, sinvergüenza; vete de aquí, miserable, y no te acerques a mí en toda tu vida.
La mujer del orador que se había asomado a la ventana, al ver a un hombre que dudaba de que el papa fuera el Anticristo, le arrojó a la cabeza un cántaro de... ¡Oh cielos! ¡A qué excesos conduce a las mujeres el celo por la religión!
Un hombre aún sin bautizar, un buen anabatista, llamado Jacobo, que había contemplado aquella forma cruel e infame de tratar a uno de sus hermanos, un ser bípedo, sin plumas y con alma, se lo llevó a su casa, lo limpió, le dio pan y cerveza, le regaló dos florines, y hasta quiso enseñarle a trabajar en las manufacturas de telas de Persia que se fabrican en Holanda. Cándido, casi arrodillándose ante él, exclamaba:
-Qué razón tenía el maestro Pangloss cuando me decía que todo es óptimo en este mundo, porque más me conmueve vuestra enorme generosidad que la crueldad del señor vestido de negro y de su señora esposa.
Al día siguiente, cuando estaba dando un paseo, se topó con un mendigo todo lleno de pústulas, con los ojos apagados, la punta de la nariz roída, la boca torcida, los dientes negros, una voz gutural, acosado por violenta tos, y que, en cada esfuerzo que hacía al hablar, escupía un diente.

Capítulo IV
Cándido encuentra a su antiguo maestro de filosofía, el doctor Pangloss, y lo que le ocurre con él.
Cándido, con más compasión que horror, entregó a aquel horrible pordiosero los dos florines que había recibido del honesto anabatista Jacobo. El fantasma le miró fijamente, empezó a llorar y le rodeó el cuello con sus brazos. Cándido retrocedió aterrado.
-¡Ay! -dijo el miserable al otro miserable-, ¿no reconocéis ya a vuestro querido Pangloss?
-¿Qué oigo? ¡Vos, mi amado maestro, vos en este horrible estado! ¿Qué desgracia os ha ocurrido? ¿Por qué no estáis ya en el más bello de los castillos? ¿Qué ha sido de la señorita Cunegunda, la perla de las muchachas, la obra maestra de la naturaleza?
-No puedo ni con mi alma -dijo Pangloss.
Cándido lo llevó inmediatamente al cobertizo del anabatista, donde le dio de comer un poco de pan; y, cuando lo vio un poco recuperado, le preguntó:
-Bueno, ¿y la señorita Cunegunda?
-Ha muerto -contestó el otro. Al oír aquella respuesta Cándido se desmayó; su amigo le hizo volver en sí con un poco de vinagre en mal estado que por fortuna había por allí. Cándido abre de nuevo los ojos.
-¡Ha muerto Cunegunda! Ah, ¿dónde está el mejor de los mundos? ¿Pero de qué enfermedad ha muerto? ¿Acaso fue porque me echaron a patadas del bello castillo de su señor padre?
-De ninguna manera -dijo Pangloss-, los soldados búlgaros la destriparon tras haberla violado repetidas veces; al señor barón, que quería defenderla, le saltaron los sesos de un disparo; con la señora baronesa hicieron varios trozos; a mi pobre pupilo le trataron igual que a su hermana; y del castillo, no ha quedado piedra sobre piedra, ni una granja, ni un cordero, ni un pato, ni un árbol; ahora bien, los ábaros nos han vengado, pues han hecho lo mismo en una baronía cercana que pertenecía a un señor búlgaro.
Ante tal descripción, Cándido se desmayó otra vez; pero, de nuevo en sí y tras decir todo cuanto tenía que decir, trató de averiguar la causa y el efecto, y la razón suficiente que habían llevado a Pangloss a tan lamentable estado.
-¡Ay! -contestó el otro-, ha sido el amor: el amor, consuelo del género humano, el que mantiene el universo, el alma de todos los seres sensibles, el tierno amor.
-¡Lástima! -exclamó Cándido-, yo también he conocido ese amor, ese dueño de los corazones, esa alma gemela; y únicamente me proporcionó un beso y veinte patadas en el culo. ¿Cómo causa tan bella ha podido produciros a vos un efecto tan abominable?
Pangloss contestó de la siguiente manera:
-Querido Cándido, vos conocisteis a Paquita, aquella criada tan guapa de nuestra augusta baronesa; gocé en sus brazos de los placeres del paraíso, que me ocasionan ahora estos tormentos infernales; ella estaba completamente infectada y quizá haya muerto ya a causa de ellos. A Paquita le había hecho tal regalo un fraile franciscano muy sabio, que había investigado su origen, pues a él se lo había contagiado una vieja condesa, que lo había recibido a su vez de un capitán de caballería, que se lo debía a una marquesa, que lo había cogido de un paje, el cual lo había recibido de un jesuita, quien, cuando era novicio, lo había adquirido directamente de uno de los compañeros de Cristóbal Colón. En cuanto a mí, yo no se lo pegaré a nadie, porque me estoy muriendo.
-¡Oh Pangloss! -exclamó Cándido-, ¡qué extraña genealogía! ¿No será cosa del diablo tal linaje?
-En absoluto -replicó aquel gran hombre -era cosa indispensable en el mejor de los mundos, era un ingrediente totalmente necesario: si Cristóbal Colón no hubiera cogido en una isla de América esta enfermedad que envenena el origen de la vida, y que incluso impide muchas veces la procreación, cosa que evidentemente es contraria a los fines de la naturaleza, no conoceríamos ni el chocolate ni la cochinilla; por otra parte debemos observar que, actualmente, en nuestro continente, esta enfermedad, junto con la dialéctica, es una de nuestras características propias. Turcos, indios, persas, chinos, siameses, japoneses aún no la conocen; si bien hay una razón suficiente para que la conozcan a su vez dentro de unos siglos. Mientras tanto se ha desarrollado prodigiosamente entre nosotros, y especialmente entre los grandes ejércitos integrados por militares honrados y bien educados, que deciden el destino de los países; se puede asegurar que, cuando treinta mil soldados combaten en batalla campal contra tropas semejantes en número, unos veinte mil hombres de cada bando mostrarán pústulas.
-Qué sorprendente es todo eso -dice Cándido-; pero ahora os tenéis que curar.
-¿Y cómo podría hacerlo? -dice Pangloss-, amigo mío, no tengo ni un céntimo, y en este mundo nadie puede conseguir que le hagan una sangría o una lavativa sin pagar, o sin que alguien pague por él.
Este último comentario decidió a Cándido; fue a arrojarse a los pies de su caritativo anabatista Jacobo, y le describió el estado en el que se encontraba su amigo de una manera tan conmovedora que el buen hombre no dudó en socorrer al doctor Pangloss; lo mandó curar a su costa. Pangloss tan sólo perdió en la cura un ojo y una oreja. Como sabía escribir y conocía la aritmética a la perfección, el anabatista lo nombró secretario suyo. Al cabo de dos meses, como tenía que ir a Lisboa por asuntos de negocios, se llevó en su barco a los dos filósofos. Pangloss le explicó cómo todo en el mundo era perfecto. Jacobo no compartía esa opinión:
-De alguna manera los hombres han debido corromper algo la naturaleza, puesto que no han nacido lobos y se han convertido en lobos. Dios no les ha dado ni cañones del veinticuatro, ni bayonetas; y ellos han fabricado bayonetas y cañones para destruirse. Podría añadirse también la bancarrota, y la justicia, que se apodera de los bienes de los que quiebran sin dar nada a los acreedores.
-Todo eso era indispensable -contestaba el sabio tuerto-, las desgracias particulares contribuyen al bien general; de manera que a más desgracias particulares mejor va todo.
Mientras razonaba así, el cielo se oscureció, empezaron a soplar los vientos de todos los lados y el barco se vio asaltado por la más horrible tempestad, justo al avistar el puerto de Lisboa.

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